FREUD

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lunes, 13 de diciembre de 2010

CONFERENCIAS DE FREUD


Worcester, Massachusetts, celebró el 20º aniversario de su fundación, y su
presidente, G. Stanley Hall, invitó a Freud y a Carl G. Jung a participar de esa celebración, donde se les
conferiría el título de miembros honorarios. Freud recibió la invitación en diciembre de 1908, pero el evento
tuvo lugar recién en septiembre del próximo año; dicto sus conferencias el lunes 6 de dicho mes y los 4 días
subsiguientes. El propio Freud decaró entonces que era ese el primer reconociemiento de la joven ciencia, en en su Presentación autobiográfica (1925) diría más tarde que ocupar esa cátedra le pareció "la realización de un increíble sueño diurno".
Freud pronunció estas conferencias en alemán de manera directa, sin anotaciones y con muy poca preparación previa, como nos informa el doctor Jones. Solo al regresar a Viena fue persuadido para que las escribiera, y se avino a hacerlo. El trabajo no quedó listo hasta la segunda semana de diciembre, pero su memoria verbal era tan buena que -asegura Jones- la versión impresa "no se apartó mucho de la alocución original". A comienzos de 1910 se publicó la traducción en la American Journal of Psychology, y poco después apareció en Viena la primera edición alemana, en forma de folleto. La obra se hizo popular y tuvo varias ediciones, en ninguna de estas sufrió cambios sustanciales, salvo la nota al pie agregada en 1923 al comienzo, en la cual Freud rectifica sus manifestaciones respecto de la deuda que tenía el psicoanálisis para con Breuer. Esta nota no aparece más que en los Gesammelte-Scgriften y en las Gesammelte Werke. En mi "Introducción" a Estudios sobre la histeria (1895a4), AE, 2, págs. 20 y sigs., se hallará un comentario acerca de la variable actitud de Freud hacia Breuer.
Durante toda su carrera, Freud se demostró siempre dispuesto a exponer sus descubrimientos en trabajos de
divulgación general. Aunque ya tenía publicados algunos informes sumarios sobre el psicoanálisis, esta serie deconferencias constituyó el primer escrito extenso de divulgación. Naturalmente, sus trabajos de esta indole erande diversa dificultad según el público al que estuvieran dirigidos; y el que ocupa las páginas siguientes debeconsiderarse uno de los más sencillos, en especial si se lo compara con la importante serie de Conferencias deintroducción al psicoanálisis que pronunció años más tarde (1916-1917). Pero a despecho de todos losagregados que se le harían a la estructura del psicoanálisis en el cuarto de siglo venidero, las presentesconferencias siguen proporcionando un admirable esquema preliminar, que exige muy pocas correccciones. Yofrecen una excelente idea de la soltura y claridad de su estilo, y de su desembarazado sentido de la forma,que hicieron de él tan notable conferencista.
PRIMER CONFERENCIA
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido
de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del
supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del
psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré
proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la
génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es
mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por
pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer,
aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria
(desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos;
ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895],
publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que
la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes
cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi
xposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero
pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo
camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente
muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos
años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse
con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado
derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los
miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y
múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa
tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias
semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además,
disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no
comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión,
deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego
nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a
suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente
cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al
temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza
de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves
manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese
cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra
que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha
experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más
finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no
juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del
cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina
griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves
cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una
recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una
histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza
un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente
el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto
erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico,
un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre,
tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus
propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto
nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del
tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho
de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral
orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es
impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada
contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el
momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a
quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el
histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere
dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es
mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente
grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido
tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones

patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de
apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto
grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien,
todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al
enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la
histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo
bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los
histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las
leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda
la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y
los castiga quitándoles su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su
simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se
lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da
testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto
descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con
confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían
provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico,
que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y
en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba
a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones
psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas
pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética
hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como
punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su
padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como
liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba
varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de
igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era
posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las
ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía,
plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su
enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este
novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía
en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma
podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas
siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas
patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la
ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera
vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha
sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió
imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo
tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente
que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de
frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación
llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su
dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los
signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese
asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras
dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió
de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis
con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver

nota)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie
había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la
inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un descubrimiento de
los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros
síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se
los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a
investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves.
Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos,
como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que
por eso hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se
esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con
un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos
mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones
arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de
aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una
vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y
numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de
recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y
por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar;
era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más
eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de
síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió
del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas
muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se
reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en
los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto
qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y
entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus
convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las
viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que
participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna
con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión
porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre
se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con
el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto
y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para
morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa
aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la
muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al
animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo,
se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los
dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas).
Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha
paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la
alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia
rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin
dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa
lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la
parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la
enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento
de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con
las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido
semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin
ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se
había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de
voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez,
cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y
se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la
otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron
con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los
animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros
consignados en Estudios sobre la histeria.
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun
tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento
adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias.
Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas).
Una comparación con otros símbolos, mnémicos de campos diversos acaso nos lleve
a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos
con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos.
Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores
estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la
Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet
hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces
góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra;
Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo
de este itinerario doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London
Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la
brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en
1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos
monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta
este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un
londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio
del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la
premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la
juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la
reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que
fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los
neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es
sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía
permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad
efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es
uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las
neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este
momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto,
todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus
síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad
y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a
la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de
patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se
los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente
de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se
remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al
pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría
desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un
lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las
situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle
su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En
la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento
hacía ella, toda exteriorización de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al
lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara
nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico
esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia,
como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que
había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida
que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación
de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena
ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría
sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse
como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción
de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que
aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas
hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en
que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal.
En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de
constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales
inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas
corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de
conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación
anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es
lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión
histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto;
corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la
emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de
uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la
histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una
significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos
característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples
condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter)
junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas
patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en
todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de
hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria
esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados.
La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las
experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El
estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción,
sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios
agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca,
«no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia.
En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se
designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa
escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a
uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al
divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la llamada "sugestión pos-
hipnótica", en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de
manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los
influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es
inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las
experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de
que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él
llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen
con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso
normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el
síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el
estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena
hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna
del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones
generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente.
Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no
puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran
trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los
estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha
abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos
habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por
Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las
investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un
esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no
caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si
alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y
sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto
de una explotación de los hechos sin supuestos previos.

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