FREUD

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lunes, 13 de diciembre de 2010

SEGUNDA CONFERENCIA

Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su
paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas
indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una
comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya
se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y
yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los
fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el tratamiento
catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el
sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas
de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas
corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la
tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del
hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas
parálisis traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se
inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó
penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la
histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la
fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan
ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas
prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración.
Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema
nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica.
Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de
cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se
inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero
nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y
vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los
diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le
cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le
escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas
el hecho de que entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un
rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su
productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de
Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su
dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro
escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida
al inglés leyendo en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por
Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación
histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que
había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de
experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo
había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis
profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos
patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis
pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico;
y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía
poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar
la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía
alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a
trabajar con su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa
sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que
uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no
obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy
asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en
1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había
puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase
de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron
sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal.
Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por
cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que
empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un
punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían,
que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el
que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De
esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo
requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los
síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento
trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica
definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las
conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados

no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar
en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir
concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con
certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung}
correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los
recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia
del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los
procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado
necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación,
uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al
contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se
oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su
momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las
vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este
proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la
resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones
de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria.
Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido
noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas
esas vivencias -había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que
se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser
inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había
sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la
representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo
inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y
esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces,
la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo
{Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran los
reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo
inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de
no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar
en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir
concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con
certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung}
correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los
recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia
del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con
bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto
que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de
lado importantes premisas de él. Una joven que poco tiempo antes había perdido a
su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la
paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía
hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural
entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se
encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia
sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha
hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en
ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él
está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa
idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma,
fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La
muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo
tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su
hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en
el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más
violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la
resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en
que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este
auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se
encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus
impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no
puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres
vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora
él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien,
para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la
sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y
así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión}
consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo
«conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso
de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de
Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato
anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el
conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una
renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro,
Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La
situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por
defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el
resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen
falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la
disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos
encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no
tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo
en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo
los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque
se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis
pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera
del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito
un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de
ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias
acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas
psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto
de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la
represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una
compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos
para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el
distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la
puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el
expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué
hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia,
de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el
esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo
insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban
mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no
podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el
doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría
con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que
lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento.
Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de
nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta
una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia
psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y
otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión
de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado
afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma
de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al
acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro
de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo
reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno
creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea
reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un
breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma
cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza,
procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos
por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso
del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario
que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea
reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual
presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así
generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un
desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones
adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y
en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del
enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y
movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una
meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien
admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático
y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda
de las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno
conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente
aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado
psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la
índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír
desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que
deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y
una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas
puntualizaciones.

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