FREUD

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lunes, 13 de diciembre de 2010

TERCERA CONFERENCIA



señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se
ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que
formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo
esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema
que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente
olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en
efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes
aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues
bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan
simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente s
obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el
procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las
pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban
por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber
resignado la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica
fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo
aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una
elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos
y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de
tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la
representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera
idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación
psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz
dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia
lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que
se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la
resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin
desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría
tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por
ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella
misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva
de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración
hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza
de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la
resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia,
lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento
reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones
análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de
ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto
precisado a ocuparme de la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un
solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían
conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto
osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros
medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro
de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento.
Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa
en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared
del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban
así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin
sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando
el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» («
¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste;
ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere
decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al
Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera
vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo
discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto.
No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que
conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero
insistamos en la identidad de motivación entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué
nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto
a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No
deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a
su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir
fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el
«esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera
directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como
«alusión con omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación
la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca
una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la
escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de
representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo
reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas
las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número
suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que
quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo
que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para
descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles
que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a
menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre
absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro
procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que
esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se
produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan
en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva
o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever
esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a
semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque
lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón
todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por
medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de
ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando
en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye
para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso
metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse
una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin
internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el
experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos.
Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el
análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero
indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las
psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la
regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para
descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la
interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que
darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible
ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo
puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me
pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas,
como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede
reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños
es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento
más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su
convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse
psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto
todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La
interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas
objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de
los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su
pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran
la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la
enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida
despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos
espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en
lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego
las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos
pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras.
Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a
las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de
nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa.
Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueños que no
son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros
sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e
inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no
compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos
inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los
antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las
lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que
corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy
otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca
de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y
confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta
edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil
esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que
el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo
para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño
tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más
satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran
otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el
día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución
pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los
sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños
de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno
permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos
sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su
base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras.
Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan
de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al
parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo
inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que
han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el
hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la
formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el
sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta
desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que
en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente
todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del
dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz
encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el
histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido
manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí
algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya
técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los
elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que
para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la
regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos
oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las
ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos.
Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más,
de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora
sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que
siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la
víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no
podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del
adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos
reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una
intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos
oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del
sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos
estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son
posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas
psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos
psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento.
El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes
agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos
sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los
complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión}
fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más
convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el
desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana
infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre,
conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han
devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con
un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y
formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge
el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura
trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo
inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un
cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una
fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros
mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los
pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que
la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño
como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de
angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos,
es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del
sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de
otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de
las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han
alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la
formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos
deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma
por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar.
Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los
neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo
la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las
resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos,
así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer
grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico
para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como
neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que
podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le
acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que
tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el
trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos,
etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y
que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la
distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las
acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor
razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear
melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas
pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y
casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está
dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la
mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte
que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados,
escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas
mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los
creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser
consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede
llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja
traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular
facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la
represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad.
Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la
existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la
salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia
particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en
las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente;
espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal
exigencia. Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple
del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas,
que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado,
reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente
en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas;
agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del
tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones
bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que
nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a
la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado
por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos
empeñamos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre
la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro
modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo
de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el
asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de
suyo, se la debe aprender como a la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre
enterarse
de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de
personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en
burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre
esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la
mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación
microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el
preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la
ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en
verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al
reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan
juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a
duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la
misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse
de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros
proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica
fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes
podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de
juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por
ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos
protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de
los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos
de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su
noticia conciente.

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